Era una tarde en Navia, ese día, como pocas hay, incluso en
el mes de agosto, aquí por Asturias. Ya desde por la mañana el cielo había
aparecido limpio, un azul mortecino a
las primeras horas, que se iba haciendo cada vez más intenso, según pasaban. A
media tarde, cuando ya empezaba a enrojecerse tras el monte Jarrio, el pueblo
entero andaba por las calles y aledaños del puerto; los unos preparando la
salida de los barcos, los otros paseando, de vuelta del Ribero, donde aún habían podido aprovechar los rayos del sol.
Muchos de recados de última hora. La
mar, como un plato, prometía lo que se
le quisiera pedir, y el buen día que algunos habían aprovechado para ir a la
playa, había dejado a los naviegos con un humor
alegre, agradable, sin ganas de muchas broncas o discusiones. Los bares
estaban casi vacíos, pero se notaba ya que empezaban a cobrar cierta vida. Era
un buen día de verano aquel y hasta a los veraneantes se les había quitado esa
mueca de disgusto con que, algunas veces, intentaban paliar el aburrimiento
provinciano que induce el ocio.
También los pescadores se encontraban de
buen humor ; el día había sido bueno, la
temporada lo estaba siendo y nada indicaba que fuera a cambiar, así que, casi
casi y antes de salir, ya se veían de vuelta a casa con las barcas llenas de
merluzas, que últimamente se daban muy bien. Con todas las artes y aparejos
preparados, se dispuso a salir la flota, que estaba compuesta por diez lanchas
de seis remos y patrón, cuando el sol ya
declinaba hacia una oscuridad intermedia. Dieron sus voces los patrones y
partieron las barcas unas hacia la peña de
Raimundo, en el medio de la ría, otras hacia el cabo de San Martín. Sin
necesidad de alejarse mucho de la costa, pues todavía le quedaba por subir la
marea, lanzaron sus aparejos como a dos millas de ella y empezaron a cobrar
presas con una rapidez inusitada. Iba todo tan rápido, tanta era la pesca y
tan obcecados con ella estaban, que apenas se dieron cuenta de cómo se iba levantando una nube
algodonosa no muy lejos de donde estaban,
lo que poco a poco ganaba altura, de que
los bajos de sus rollones se volvían oscuros, de que de pronto, la nube
dejaba de ascender en un punto, como si
tuviese algo que le impidiese subir más, de que adoptaba la forma así como la
de un yunque allá arriba, de que una tormenta, al fin se estaba formando, como la copa de un
pino, que se dice.
Los patrones dieron
orden enseguida de volver al puerto, pero la tormenta aquella tan rápida como s
e había fraguado, tan rápida como se desarrollaba y el oleaje empezaba a ser algo más que considerable.
En estas circunstancias, los remeros poco podían hacer como no fuera esforzarse cada vez más
para avanzar menos, que es lo que solía ocurrir con las barcas de remos. Aun
así, después de dos horas de lucha con ese suelo líquido que no dejaba de alzarse,
moverse y removerse, llegaron a las cercanías de la barra del puerto para encontrarse que por allí no podían
pasar, tal era el mal aspecto que ofrecía y tan acostumbrados estaban todos a
respetar las imposiciones de la naturaleza. Allí empezó el calvario que duraría
casi toda la noche, pues avanzar no podían y retroceder menos; obvio es
decirlo, que tampoco quedarse allí en medio, con las olas de techumbre y la
lluvia por abrigo, era solución de nada, como no lo fuera para acabar con todos
los sufrimientos posibles. Algunas
lanchas ya perdieron sus remos;
otras fueron perdiendo hasta la esperanza, y , como siempre pasa cuando las circunstancias
aprietan y los remedios se esconden, a alguien se le ocurrió rezarle a la
Virgen y todos le siguieron esperando un milagro tal vez, como consuelo,
más probable, ante tanto esfuerzo y
sufrimiento.
Apenas sin fuerzas, con una triste resignación que no
evitaba momentos de histeria, zarandeados por las olas y ciegos por la lluvia,
a la suerte o a la Virgen habían dejado sus propias suertes los pescadores.
Pero de pronto, una de las barcas más castigadas sintió un fuerte golpe, como si ya hubiesen llegado a las rocas o éstas se dispusiesen a cobrar el tributo anual que todos los pescadores saben han de pagar por llevarse del mar lo que suyo es. Sin embargo, en vez de resquebrajamientos y afiladas aristas manchadas de algas, sintieron los marineros como una extraña estabilidad, como si hubieran quedado fijos y amarrados; entre los relámpagos deslumbrantes, descubrieron los marineros que la última ola los había dejado en una roca, que la lancha estaba intacta y que a un lado de ella se podía ver la imagen de una Virgen con el Niño en brazos. La apresaron a toda prisa, como si de pronto hubiesen descubierto que habían sido sus rezos los que habían convocado y la intervención de ella la que los salvaría, y con mayor fe que nunca, se postraron ante ella y ante ella rezaron.
El último
relámpago trajo la quietud, como el primero había traído la tormenta. Calmó la
mar como por arte de encanto y todos comprendieron que era a aquella Virgen
pequeña a la que debían el milagro de su salvación.
Allí mismo, en aquella roca que desde entonces se conoce como Peña de Nuestra Señora y que solo a 300 metros está la de Raimundo, proclamaron a la Virgen patrona de los naviegos y volvieron a puerto, a donde llegaron casi cuando amanecía el día 15 de agosto , allí contaron a todos el milagro y allí mostraron su afortunado origen.
Allí mismo, en aquella roca que desde entonces se conoce como Peña de Nuestra Señora y que solo a 300 metros está la de Raimundo, proclamaron a la Virgen patrona de los naviegos y volvieron a puerto, a donde llegaron casi cuando amanecía el día 15 de agosto , allí contaron a todos el milagro y allí mostraron su afortunado origen.